Capítulo 7, "Rayuela", Julio Cortazar
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
miércoles, marzo 01, 2006
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3 comentarios:
¿es porque antes no le había prestado la suficiente atención a todo esto, o es que ahora de repente todo me parece profundo y bello?
quizá sean las vacaciones, quizá sea la magia de la madrugada...
me gusta tu blog, Bea.
A tener en cuenta: lo he leído en orden cronológico inverso, pero es igual, cada momento es intemporal.
E.
gracias edu
buf, q grande Rayuela... Aún estoy a la búsqueda de un ejemplar liberado para terminar de leerlo. Otro capítulo increíble que le gusta a una amiga:
68
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él
procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y
tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar
tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas
fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un
momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él
aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un
ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el
clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia
del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar,
perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se
resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en
carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
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